Don José tiene un balcón de hierro forjado, desde donde puede ver gran parte de la ciudad.
Algunas tardes se ponía la mascarilla y salía a
comentarle a los vecinos que asomaban a sus balcones, que estaba pasando esta
temporada acompañado de dos gatos, un televisor de 29 pulgadas, un viejo piano.
Y contaba, al que quería escuchar, que su familia se encontraba lejos.
El pobre de José no ha salido a la calle desde abril del
2020, y no permite que lo vengan a visitar, porque tiene miedo de contagiarse.
Todo le llega por delivery, gracias a un vecino de nombre Pedro, capitalino él,
que lo ayuda con su móvil, y al que toca la puerta cada diez días, y antes que
abra, le desliza una hoja bajo la puerta con la lista de productos que
necesita. No es muy exigente, a sus 80 años vive con muy poco.
Don José no ha visto amigos, familiares, ni conocidos,
y no piensa verlos por unos meses más. Por eso va a pasar la Navidad con sus
dos gatos: Rubio y Gabriel, su viejo piano Steinway & Sons, su televisor Sony,
y a pesar de la briza fría, abriendo su balcón, porque a su parecer, ese corto
espacio lo conecta con la realidad.
Para la noche del 24, José ha planificado tener una
mesa navideña, con una cena que el restaurante que le lleva todos los días el
almuerzo, le ha ofrecido por un precio bastante asequible. Los vecinos lo
invitaron, pero él no quiere incomodar, ni quiere contagiarse. Y mientras cena,
prenderá el televisor y esperará las 12 para beber el champán, salir al balcón
y desearle a todos Feliz Navidad, observando los fuegos artificiales, que le
recordarán una vez más su juventud.
Ha pensado que quizás la olla vieja que usó para las
protestas le pueda servir para hacer ruido, pero mejor la reservará para el año
nuevo, porque presiente que no habrá muchos cohetes. En la televisión han recomendado
que solo haya aplausos y vivas, por respeto a los que se fueron y para no
alterar a las macotas. A Rubio y Gabriel no les gusta el ruido.
Don José vive en su pequeño mundo de fantasías, aún
ilusionado por las navidades pasadas, buscando repetir cada año aquellas que
vivió en compañía de sus padres, antes que la casa en la que vivían fuera
arrastrada por un aluvión, allá por 1954.
La cena está por llegar, le avisaron la hora en una
hoja impresa que vino pegada al táper del almuerzo.
Del otro lado de la puerta, un pequeño hombre, con una
caja grande, mira de reojo atrás suyo, y un tanto incómodo, toca una y otra
vez. Más de lo acostumbrado.
- ¿Quién es?
- Señor, soy el repartidor de la comida, le traigo la
cena de Navidad.
A José le preocupó no escuchar la voz acostumbrada,
filtrada por la tela del tapabocas, pero luego pensó que tal vez por ser un día
de mucho movimiento, habían cambiado el repartidor asignado a su zona.
Abrió la puerta con sigilo y al ver los ojos risueños
del pequeño hombre, la duda desapareció. Frente a la puerta, sobre una banca de
plástico se encontraba el box, preparado especialmente para la ocasión, con
cinta dorada y un piñón en el medio. Dio las gracias al mensajero, que, luego
de rociar la caja con un espray de alcohol preparado para la ocasión, dejó a
disposición del hombre mayor la caja, manteniendo prudente distancia, a pesar
de estar enfundado su rostro en una mascarilla de tela, y sobre ella un
protector facial de plástico transparente.
- Un momentito - le dijo Don José, mientas juntaba la
puerta y llevaba la caja al interior.
Ganado por la curiosidad, el pequeño hombre se asomó a
la rendija que dejó el leve empujón de su pie, y alcanzó a ver el viejo
televisor, y sobre un mueble, más allá, a dos gatos que no se movían, rígidos,
al parecer disecados, como vigilando el recinto sumido en la penumbra, con
algunos adornos propios de las fiestas navideñas, muy desgastados por el
tiempo. Solo el viejo televisor parecía ofrecer un poco de luz intermitente y
el ruido altisonante de los comerciales.
Al rato salió José con una moneda en la mano.
- Gracias señor, tenga usted.
- Oh, este, gracias, que pase una feliz Navidad.
- Usted también.
Una vez cerrada la puerta el hombre volteó, y los
vecinos que habían estado escondidos salieron a darle las gracias con una
palmada en el hombro por haber ayudado a traer felicidad a Don José.
- Gracias a ustedes también - Les dijo - No hubiésemos
podido ayudar a nuestro vecino mayor si cada uno no aporta lo necesario para
que pueda sobrellevar esta situación, sobre todo al bueno de Pedro, nuestro
delivery… Jajaja.
Ya con el ánimo distendido, los vecinos buscaron a
doña Julia, que preparó la cena navideña y le dieron una mirada de aprobación,
regresando todos a casa, contentos por haber hecho posible la Navidad de Don
José.
Esa noche, cuando dieron las doce campanadas, José
salió al balcón a comer las uvas y levantar su copa de champán para pedir por
sus padres, sus hijos, sus gatos y toda la humanidad. Mientras en todos los
balcones se podía percibir una controlada algarabía, distinta a la que vio años
atrás, cuando había más razones para creer en la Navidad.
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