sábado, 9 de enero de 2021

QUE ALGUIEN ME ABRA LAS PUERTAS DE ROMA

Que alguien me abra las puertas de Roma para conocer sus ruinas, y tomando entre mis manos los restos de su gloria, penetrar en el alma del imperio que yace en nosotros.
Que me digan que puedo pasear por sus calles antiguas, oyendo regocijado las voces intensas de los plebeyos.
Que me inviten a los salones donde las abnegadas mater organizaban la reunión de la familia, como una gran feria de vanidades.
Que pueda atisbar los rincones donde patricios y esclavas forjaron una nueva raza, jadeando sin control.
Que roce la fastuosidad de los rituales religiosos, tocando los pequeños trozos de estatuas que se amontonan en los depósitos de los museos de la urbe moderna.
Que me lleven de la mano hasta ese lugar donde Catón el viejo abrió su dura mano para obsequiar a Póstumo, una tarde de libertad en Saturnalia.
Que haga posible mi deseo de subir hasta la más alta fila del Amphitheatrum Flavium y sentir el encendido fragor de la masa ante cada golpe de gladius.
Que pueda percibir entre las piedras del colosseum la fuerza del populus romano y su inquebrantable afán por alcanzar la grandeza.
Que pueda llegar a donde llevan todos los caminos, tendiendo puentes o ganando alas, sin apelar a la fantasía o a la imaginación, que no hay suficiente creatividad para reunir en un sueño o en mil, tanta realidad desbordante.
Que pueda llevar a cabo esta tarea que emprendo de reunir previsión de intenciones manifiestas, ante un inminente viaje a Roma antigua.
Me invoco a los lares y a los manes; a Quirino, Júpiter y a los antiguos pater de la gran urbe, para llevar a cabo esta épica aventura.
Coloco mi mano sobre la frente y te abrazo a ti ¡Oh querida Roma antigua!




jueves, 7 de enero de 2021

UN OBSEQUIO DE NAVIDAD

Ocurrió dos días antes de Navidad. A un anciano, que estaba durmiendo, se le presentó La Muerte y tocando su hombro le dijo:

-    Anciano, vengo a llevarte.

El viejo hombre, sin apenas inmutarse, le contestó:

-    Te esperaba ayer muerte, por qué tardaste en llegar.

La Muerte, venciendo su desconcierto preguntó al anciano:

-    ¿Cómo sabes que estoy retrasada?

-    Es que anteayer vino un ángel y me contó que tú vendrías.

-    ¿Y qué más te contó ese ángel? – Preguntó La Muerte, fingiendo desinterés.

-    Que, a partir de mañana yo estaría haciendo tu trabajo, porque tú ya no lo estás haciendo bien.

-    No te creo, solo estás tratando de evitar tu deceso.

-    Entonces quítame la vida y probemos – Dijo el viejo, provocando a la esquelética figura, con inexplicable temeridad.

-    Por supuesto que lo haré, debo cumplir mi tarea.

-    Y mientras lo haces, considera que una vez muerto me pondré tu capa, tomaré tu guadaña, y pasaré a servir a tu amo, Abadón, señor de las tinieblas. Tú sabes lo que pasará contigo después de ello.

-    ¿Y por qué me cuentas esto? – inquirió La Muerte con voz preocupada.

-    Pues no debí, pero no puedo mentir en esta hora final. Además, estoy muy ansioso por ocupar tu puesto, estoy seguro que será un buen regalo de Navidad para la humanidad, que en un día tan especial pueda eliminar a mucha gente mala, y seguir tu tarea con dedicación.

La oscuridad rodeó a la Parca y luego de cavilar unos segundos en las sombras, sin mediar palabra, se esfumó, dejando un aroma a miedo, mientras por la ventana se colaban las primeras luces del alba.

El anciano despertó en la cama del hospital con el gesto adusto, rodeado de enfermeras, doctores y aparatos conectados a su cuerpo. Parecía no darse cuenta de lo que acababa de ocurrir.

Al ver que su mirada buscaba respuestas, uno de los doctores tomo su mano y le hizo saber de la buena noticia. El viejo, recobrando la postura agradeció a los presentes por haberle salvado la vida, ensayando una impostada sonrisa.   

-    No me agradezca a mi señor, sino a la persona que inventó este maravilloso aparato resucitador. Gracias a la tecnología, poco a poco vamos venciendo a La Muerte.

-    Es verdad doctor, es verdad.

El sol apenas se insinuaba en la sala de UCI, pero afuera, en la sala de espera, alumbraba con fuerza, despertando a los dos hijos, que a esa hora recibían la feliz noticia de la milagrosa recuperación de su padre. Aunque debían esperar unos días más para tenerlo en casa, probablemente para recibir el nuevo año.  

Esa Navidad tuvo el sabor del triunfo sobre la enfermedad para los familiares, pero también la sensación de temor ante lo cerca que estuvo la muerte. Habría que reflexionar esa noche sobre las maldades cometidas, porque Papá Noel llega para premiar a los chicos buenos, pero para los malos, está reservada la Parca.

Aquella Noche Buena de un año excepcional, por ser un año de mierda; mientras en casa bebían el champán y en la ciudad celebraban con mesura el nacimiento del niño, lanzando al aire algunos fuegos artificiales que la lluvia pronto apagó, el viejo esperaba con ansias, envuelto en la oscuridad de su cuarto del hospital, a que regrese La Muerte, para canjear su suerte, y poder de ese modo renovar su fe en la bondad divina, con la gracia que se le habría de conceder para purificar su alma, saliendo a buscar a la gente mala, para ponerle fin a sus miserables vidas.

Algo que sin duda no supo hacer bien cuando fue policía, porque la debilidad de la carne y su frágil moral, hicieron a un lado esa vocación de servicio que en su juventud lo llevó a vestir el uniforme que su padre y su abuelo portaron con honor. Y los años de vejez entregado a leer los evangelios y acudir a misa no fueron suficientes para liberarlo de la culpa de no haber servido bien a la patria y al señor. 

Ni siquiera las navidades y la epifanía del 6 de enero, en las que se mostraba obsequioso y muy religioso, en la parroquia del barrio, llenaron su corazón, cada vez más ofuscado por las pesadillas que atrapaban su sueño, donde demonios y ángeles luchaban por llevarse su alma.

Tal vez, portando la guadaña y la licencia divina para actuar como verdugo, podría recuperar la dignidad que perdió hace varias décadas. Tal vez poniendo en su lugar la balanza de la justicia, obtendría para él un propósito sempiterno. Como lo tienen los reyes, como lo tiene Papá Noel, como lo tiene el niño Jesús.        

Así que esperó toda la noche la visita de quien antes se alejó, para convencerlo de ocupar su lugar y desempeñar su macabra tarea. Y en ese trance, se sintió atrapado nuevamente por el espíritu de las fiestas, y se preguntó una y otra vez, mientras alcanzaba el sueño más profundo:

¿No sería acaso ese un buen regalo para la humanidad?    



  

miércoles, 6 de enero de 2021

LA NAVIDAD DE DON JOSÉ

Don José tiene un balcón de hierro forjado, desde donde puede ver gran parte de la ciudad.

Algunas tardes se ponía la mascarilla y salía a comentarle a los vecinos que asomaban a sus balcones, que estaba pasando esta temporada acompañado de dos gatos, un televisor de 29 pulgadas, un viejo piano. Y contaba, al que quería escuchar, que su familia se encontraba lejos.

El pobre de José no ha salido a la calle desde abril del 2020, y no permite que lo vengan a visitar, porque tiene miedo de contagiarse. Todo le llega por delivery, gracias a un vecino de nombre Pedro, capitalino él, que lo ayuda con su móvil, y al que toca la puerta cada diez días, y antes que abra, le desliza una hoja bajo la puerta con la lista de productos que necesita. No es muy exigente, a sus 80 años vive con muy poco.

Don José no ha visto amigos, familiares, ni conocidos, y no piensa verlos por unos meses más. Por eso va a pasar la Navidad con sus dos gatos: Rubio y Gabriel, su viejo piano Steinway & Sons, su televisor Sony, y a pesar de la briza fría, abriendo su balcón, porque a su parecer, ese corto espacio lo conecta con la realidad.

Para la noche del 24, José ha planificado tener una mesa navideña, con una cena que el restaurante que le lleva todos los días el almuerzo, le ha ofrecido por un precio bastante asequible. Los vecinos lo invitaron, pero él no quiere incomodar, ni quiere contagiarse. Y mientras cena, prenderá el televisor y esperará las 12 para beber el champán, salir al balcón y desearle a todos Feliz Navidad, observando los fuegos artificiales, que le recordarán una vez más su juventud.

Ha pensado que quizás la olla vieja que usó para las protestas le pueda servir para hacer ruido, pero mejor la reservará para el año nuevo, porque presiente que no habrá muchos cohetes. En la televisión han recomendado que solo haya aplausos y vivas, por respeto a los que se fueron y para no alterar a las macotas. A Rubio y Gabriel no les gusta el ruido.

Don José vive en su pequeño mundo de fantasías, aún ilusionado por las navidades pasadas, buscando repetir cada año aquellas que vivió en compañía de sus padres, antes que la casa en la que vivían fuera arrastrada por un aluvión, allá por 1954.

La cena está por llegar, le avisaron la hora en una hoja impresa que vino pegada al táper del almuerzo.

Del otro lado de la puerta, un pequeño hombre, con una caja grande, mira de reojo atrás suyo, y un tanto incómodo, toca una y otra vez. Más de lo acostumbrado.

- ¿Quién es?

- Señor, soy el repartidor de la comida, le traigo la cena de Navidad.

A José le preocupó no escuchar la voz acostumbrada, filtrada por la tela del tapabocas, pero luego pensó que tal vez por ser un día de mucho movimiento, habían cambiado el repartidor asignado a su zona.

Abrió la puerta con sigilo y al ver los ojos risueños del pequeño hombre, la duda desapareció. Frente a la puerta, sobre una banca de plástico se encontraba el box, preparado especialmente para la ocasión, con cinta dorada y un piñón en el medio. Dio las gracias al mensajero, que, luego de rociar la caja con un espray de alcohol preparado para la ocasión, dejó a disposición del hombre mayor la caja, manteniendo prudente distancia, a pesar de estar enfundado su rostro en una mascarilla de tela, y sobre ella un protector facial de plástico transparente.

- Un momentito - le dijo Don José, mientas juntaba la puerta y llevaba la caja al interior.

Ganado por la curiosidad, el pequeño hombre se asomó a la rendija que dejó el leve empujón de su pie, y alcanzó a ver el viejo televisor, y sobre un mueble, más allá, a dos gatos que no se movían, rígidos, al parecer disecados, como vigilando el recinto sumido en la penumbra, con algunos adornos propios de las fiestas navideñas, muy desgastados por el tiempo. Solo el viejo televisor parecía ofrecer un poco de luz intermitente y el ruido altisonante de los comerciales.

Al rato salió José con una moneda en la mano.

- Gracias señor, tenga usted.

- Oh, este, gracias, que pase una feliz Navidad.

- Usted también.

Una vez cerrada la puerta el hombre volteó, y los vecinos que habían estado escondidos salieron a darle las gracias con una palmada en el hombro por haber ayudado a traer felicidad a Don José.

- Gracias a ustedes también - Les dijo - No hubiésemos podido ayudar a nuestro vecino mayor si cada uno no aporta lo necesario para que pueda sobrellevar esta situación, sobre todo al bueno de Pedro, nuestro delivery… Jajaja.

Ya con el ánimo distendido, los vecinos buscaron a doña Julia, que preparó la cena navideña y le dieron una mirada de aprobación, regresando todos a casa, contentos por haber hecho posible la Navidad de Don José.

Esa noche, cuando dieron las doce campanadas, José salió al balcón a comer las uvas y levantar su copa de champán para pedir por sus padres, sus hijos, sus gatos y toda la humanidad. Mientras en todos los balcones se podía percibir una controlada algarabía, distinta a la que vio años atrás, cuando había más razones para creer en la Navidad.