viernes, 26 de octubre de 2012

“NUESTRO SEÑOR JHAIN”

El año 1549, en el flamante Virreinato del Perú, el recién llegado capitán Diego de Peralta, gracias a una generosa dote brindada a la iglesia con piadoso desprendimiento, se  agenció de una entrada y posterior asentamiento al territorio de los antis, también llamados chunchos. Que por cierto era empresa muy temida entre naturales y peninsulares.

Acompañado de dieciocho castellanos (entre los que se contaban un escribano y un clérigo),  dos negros angoleños (de los primeros que llegaron) y treinta indígenas cusqueños, el 08 de abril de 1550, partieron con rumbo oriente del valle de Urubamba, siguiendo el camino Inca.

El viaje fue penoso, más por las enfermedades, el calor y lo accidentado del territorio, que por el ataque de los nativos, quienes se limitaron a seguir a prudente distancia y ocultos entre la enmarañada vegetación al grupo de invasores que portaban armas de cuyo ataque ya conocían los chunchos, lo cual no fue obstáculo para que al caer la noche eliminaran con dardos venenosos a los indígenas que se retrasaban o los que mostraban signos de autoridad.

Luego de seis semanas, en las que se produjo la muerte de un peninsular y nueve indígenas, el capitán Diego de Peralta, sin mayor dificultad ni resistencia, hizo su entrada a una población nativa, bastante poblada y muy bien construida, lo que resultaba extraño en una región así.

Esta era una etnia muy bien organizada, de gente pacífica, aunque un tanto desconfiada, que tenía una religión similar a la cristiana y un profeta que a los hispanos les hacía recordar a Cristo.

Sus gentes eran monógamas y muy temerosas de Dios, tenían templos con cruces por todos lados y sacerdotes gordos y bien fornidos. Todos vestían túnicas blancas o marrones y un cinturón de cuerdas que les daba varias vueltas, con el que algunos se flagelaban en la plaza central del pueblo. En los pies llevaban unas sandalias de cuero y la cabeza siempre la tenían cubierta.

Estas costumbres, hacían recordar a los franciscanos, pero buscando no hallaron ni uno solo, ni vestigios de su presencia y se asombraron mucho; más al saber que habían logrado toda esa riqueza espiritual sin escritura y sin presencia alguna de guerreros o armas poderosas.

Pero pasada la sorpresa y superada la curiosidad, los castellanos recordaron que el objetivo de su empresa era el de conquistar y obtener riquezas de estas tierras, someter a los naturales a la corona española y  evangelizarlos. Sin embargo se encontraron con que la posesión había resultado demasiado fácil y con que la evangelización podía resultar tarea imposible e incluso inútil ya de realizar.

Y así fue; no hubo reparos para aceptar la presencia extranjera en el poblado nativo, y menos aún resistencia para aceptar la nueva religión, que para los indígenas no era tan nueva. Pero lo que no quisieron aceptar es que se les cambiase los nombres a sus símbolos sagrados, y que se les pretendiera imponer un rey ajeno al suyo propio.

Y ese fue el pretexto para empezar una gran matanza y extirpación de lo que llamaron idolatrías. En el informe que presentaron el capitán y el padre dominico que acompañó la expedición decía entre otras cosas que “habían hallado entre una población indígena de la región de los chiriguanas, un culto pagano que ofendía grandemente a Dios y a la iglesia porque resultaba una vulgar parodia de la religión verdadera y de sus sagrados símbolos”.   

Y ello porque resultaba que entre la parafernalia ritual de esta etnia habían objetos y conceptos que se asemejaban mucho a los cristianos, pero que por ello mismo fueron considerados insultantes  “entre las cosas abominables que hallamos, entre estos indios llamados Jhaivas, es que habían cruces, pero estas se encontraban vacías, su dios que tiene el nombre de Einyee, (que significaba el que es) no tiene forma y nadie lo ha visto, no tienen escritura ni leyes, escritas, pero tienen unas tablas con símbolos paganos que sólo los sacerdotes saben leer; tienen además imágenes de hombres a quienes consideran santos pero están horrendamente desnudos y con rostros fieros”.

Haciendo uso de estos argumentos, los castellanos se deshicieron de esta etnia y, con o sin razón, se hicieron de estas tierras. Y así lo contaron, para quien quisiera escucharlo, en Cuzco, en Lima o en la Metrópoli

Pero no contaron toda la verdad.

Que cuando llegaron los diecisiete castellanos, aquella tarde fresca de mayo a ese poblado llamado Bethania, en el corazón de la región de los Chiriguanas, en la frontera entre Paraguay y Bolivia, encontraron un pueblo que tenía las mismas creencias religiosas que los cristianos y sus mismos valores morales;  Sólo que había un detalle, y es que estos Jhaivas estaban ocupando el mismo espacio que los españoles querían reclamar para sí y ello representaba suficiente pecado como para sufrir el castigo de la sumisión.

No contaron además que Jhain les había enseñado que el hombre no debe humillarse ante el hombre y jamás debe dar la otra mejilla ante el golpe dado, debe luchar por lo que es justo, sobre todo, cuando ya se ha ofrecido amor y éste no es correspondido o es defraudado. Y que este Jhain a quien llamaban el hijo de dios estaba vivo y andaba gobernando la tierra envuelto en su túnica blanca.       

No contaron finalmente que Jhain fue ejecutado luego de un juicio sumarísimo en el que un castellano iletrado fungió de abogado defensor y el padre dominico de fiscal acusador.

Aquella vez la masa indígena se sublevó y lanzándose al monte tomo las armas en contra de los peninsulares, pero la decisión del capitán Diego de Peralta de crucificar a Jhain calmó al gentío que consideraba esta forma de muerte como un paso a la eternidad. Por ello la masa volvió al pueblo y empezó a recibir con menor resistencia la nueva religión, que creció en importancia, mientras iba disminuyendo la población.  

Hoy puede apreciarse aún, en lo que fuera Bethania, restos de una iglesia construida sobre los cimientos del templo indígena y a unos cuantos descendientes de nativos, que usan sotana, y que de vez en cuando confunden la palabra Jesús por la palabra Jhain y le rezan a sus ídolos que están colocados tras los santos y altares del culto oficial.

Incluso los cuadros en los que se ve a Cristo crucificado tienen la cara de Jhain y narran las leyendas nativas que el hijo de dios resucito al tercer día y se fue hacia el levante de donde había venido muchos años atrás, cruzando el gran lago furioso en un trono de madera y telas... 






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