El año 1549, en el flamante
Virreinato del Perú, el recién llegado capitán Diego de Peralta, gracias a una
generosa dote brindada a la iglesia con piadoso desprendimiento, se agenció de una entrada y posterior asentamiento
al territorio de los antis, también llamados chunchos. Que por cierto era
empresa muy temida entre naturales y peninsulares.
Acompañado de dieciocho
castellanos (entre los que se contaban un escribano y un clérigo), dos negros angoleños (de los primeros que
llegaron) y treinta indígenas cusqueños, el 08 de abril de 1550, partieron con
rumbo oriente del valle de Urubamba, siguiendo el camino Inca.
El viaje fue penoso, más por
las enfermedades, el calor y lo accidentado del territorio, que por el ataque
de los nativos, quienes se limitaron a seguir a prudente distancia y ocultos
entre la enmarañada vegetación al grupo de invasores que portaban armas de cuyo
ataque ya conocían los chunchos, lo cual no fue obstáculo para que al caer la
noche eliminaran con dardos venenosos a los indígenas que se retrasaban o los
que mostraban signos de autoridad.
Luego de seis semanas, en
las que se produjo la muerte de un peninsular y nueve indígenas, el capitán
Diego de Peralta, sin mayor dificultad ni resistencia, hizo su entrada a una
población nativa, bastante poblada y muy bien construida, lo que resultaba
extraño en una región así.
Esta era una etnia muy bien
organizada, de gente pacífica, aunque un tanto desconfiada, que tenía una
religión similar a la cristiana y un profeta que a los hispanos les hacía
recordar a Cristo.
Sus gentes eran monógamas y muy
temerosas de Dios, tenían templos con cruces por todos lados y sacerdotes
gordos y bien fornidos. Todos vestían túnicas blancas o marrones y un cinturón
de cuerdas que les daba varias vueltas, con el que algunos se flagelaban en la
plaza central del pueblo. En los pies llevaban unas sandalias de cuero y la
cabeza siempre la tenían cubierta.
Estas costumbres, hacían
recordar a los franciscanos, pero buscando no hallaron ni uno solo, ni
vestigios de su presencia y se asombraron mucho; más al saber que habían
logrado toda esa riqueza espiritual sin escritura y sin presencia alguna de
guerreros o armas poderosas.
Pero pasada la sorpresa y
superada la curiosidad, los castellanos recordaron que el objetivo de su
empresa era el de conquistar y obtener riquezas de estas tierras, someter a los
naturales a la corona española y
evangelizarlos. Sin embargo se encontraron con que la posesión había
resultado demasiado fácil y con que la evangelización podía resultar tarea
imposible e incluso inútil ya de realizar.
Y así fue; no hubo reparos para
aceptar la presencia extranjera en el poblado nativo, y menos aún resistencia
para aceptar la nueva religión, que para los indígenas no era tan nueva. Pero
lo que no quisieron aceptar es que se les cambiase los nombres a sus símbolos
sagrados, y que se les pretendiera imponer un rey ajeno al suyo propio.
Y ese fue el pretexto para
empezar una gran matanza y extirpación de lo que llamaron idolatrías. En el
informe que presentaron el capitán y el padre dominico que acompañó la
expedición decía entre otras cosas que “habían hallado entre una población
indígena de la región de los chiriguanas, un culto pagano que ofendía
grandemente a Dios y a la iglesia porque resultaba una vulgar parodia de la
religión verdadera y de sus sagrados símbolos”.
Y ello porque resultaba que
entre la parafernalia ritual de esta etnia habían objetos y conceptos que se
asemejaban mucho a los cristianos, pero que por ello mismo fueron considerados
insultantes “entre las cosas
abominables que hallamos, entre estos indios llamados Jhaivas, es que habían
cruces, pero estas se encontraban vacías, su dios que tiene el nombre de
Einyee, (que significaba el que es) no tiene forma y nadie lo ha visto,
no tienen escritura ni leyes, escritas, pero tienen unas tablas con símbolos
paganos que sólo los sacerdotes saben leer; tienen además imágenes de hombres a
quienes consideran santos pero están horrendamente desnudos y con rostros
fieros”.
Haciendo
uso de estos argumentos, los castellanos se deshicieron de esta etnia y, con o
sin razón, se hicieron de estas tierras. Y así lo contaron, para quien quisiera
escucharlo, en Cuzco, en Lima o en la Metrópoli
Pero no contaron toda la
verdad.
Que cuando llegaron los
diecisiete castellanos, aquella tarde fresca de mayo a ese poblado llamado
Bethania, en el corazón de la región de los Chiriguanas, en la frontera entre
Paraguay y Bolivia, encontraron un pueblo que tenía las mismas creencias
religiosas que los cristianos y sus mismos valores morales; Sólo que había un detalle, y es que estos
Jhaivas estaban ocupando el mismo espacio que los españoles querían reclamar para
sí y ello representaba suficiente pecado como para sufrir el castigo de la
sumisión.
No contaron además que Jhain
les había enseñado que el hombre no debe humillarse ante el hombre y jamás debe
dar la otra mejilla ante el golpe dado, debe luchar por lo que es justo, sobre todo, cuando ya se ha ofrecido amor y éste no es
correspondido o es defraudado. Y que este Jhain a quien llamaban el hijo de
dios estaba vivo y andaba gobernando la tierra envuelto en su túnica
blanca.
No
contaron finalmente que Jhain fue ejecutado luego de un juicio sumarísimo en el
que un castellano iletrado fungió de abogado defensor y el padre dominico de
fiscal acusador.
Aquella
vez la masa indígena se sublevó y lanzándose al monte tomo las armas en contra
de los peninsulares, pero la decisión del capitán Diego de Peralta de
crucificar a Jhain calmó al gentío que consideraba esta forma de muerte como un
paso a la eternidad. Por ello la masa volvió al pueblo y empezó a recibir con
menor resistencia la nueva religión, que creció en importancia, mientras iba disminuyendo
la población.
Hoy puede apreciarse aún, en lo
que fuera Bethania, restos de una iglesia construida sobre los cimientos del
templo indígena y a unos cuantos descendientes de nativos, que usan sotana, y
que de vez en cuando confunden la palabra Jesús por la palabra Jhain y le rezan
a sus ídolos que están colocados tras los santos y altares del culto oficial.
Incluso los cuadros en los que
se ve a Cristo crucificado tienen la cara de Jhain y narran las leyendas
nativas que el hijo de dios resucito al tercer día y se fue hacia el levante de
donde había venido muchos años atrás, cruzando el gran lago furioso en un trono
de madera y telas...