domingo, 5 de agosto de 2012

JAVIER y la pampa de los (poetas) muertos


 En sus paseos por la pampa, César recordaba a Javier y la forma en que solía encorvar su espalda para no perderle el rastro a su sombra y cuando acostumbraba jugar a no pisar las líneas de la vereda de la ciudad que transitaba, contando sus pasos y dando ligeros saltitos, mientras no dejaba de hablar y hablar de poesía y de política. 

Mucho daño le hizo a César la muerte de Javier, no sólo porque lo quería como a un hermano, sino además porque desde entonces, él se volvió un añadido de la memoria del difunto, un dato en su biografía, mejor conocido como el "amigo del poeta mártir". Membrete contra el cual tuvo que luchar más de dos décadas para alcanzar nombre propio, el cual a pesar de todo pudo lograr. Sin embargo, ya en la madurez de su vida, el recuerdo del desaparecido volvió para opacar su existencia y cada vez con mayor frecuencia regresaron a sus pensamientos las palabras que alguna vez Javier le dijera y las que tal vez pudo decir, todas confundidas como salidas de un delirio febril.          


César, mejor conocido como “el charapa” o “el maestro”, a los cincuenta años, se había convertido en un hombre calvo, enfermizo, lleno de arrugas y malos olores por todas partes. De barriga prominente y palabras suaves, poco enérgicas. Un hombre abandonado a su suerte, sin pensión, sin seguro médico o de supervivencia, sin una profesión liberal, sin un trabajo permanente, sólo viviendo de unas horas de clase en un Instituto Superior Pedagógico y de las escasas regalías de sus libros publicados. Un excéntrico, que pasaba cada vez más horas entre piedras y arena, en un remedo de desierto en las afueras de la ciudad, una pampa que se hallaba un par de kilómetros más allá del último paradero de la línea 47.

Allí se le encontraba, vagando de un lado para otro, con su cuaderno bajo el brazo, sobre el cual nunca escribió nada, sin rumbo, sentándose en una piedra y otra, sin un propósito definido, sólo pensando en su pasado... y en Javier. Hasta que se calmaba y encontraba su lugar.

Desde lejos parecía un demente, y todos los que alguna vez lo vieron subir a ese ómnibus, sentarse en el último asiento, siempre a la izquierda, no dejar de mirar la calle, ser el último en bajarse y caminar directo hacia la pampa, sin mirar atrás y sin haber -en todo ese largo tiempo- esbozado una sonrisa, creyeron que estaba loco y por eso mismo no lo molestaron. Más aún cuando lo que siempre mostró fue una apariencia de abandono que resultó muy eficaz para ahuyentar a curiosos y depredadores, de los que abundan en los extremos de la ciudad.  

Su peregrinaje hacia la pampa no era diario, ocurría con frecuencia, pero no regular. Llegaba a mitad de la mañana y partía con el sol. En medio de todo ello, casi nada, andar, comer y pensar, todo muy solitario. (Cuando el veía que la sombra que hacían las piedras comenzaba a declinar hacia el lado opuesto del que la había encontrado en la mañana, abría su bolsita y empezaba a engullir el misterioso contenido de la misma. Y cuando el sol estaba cubierto por nubes, la señal de aviso era el inevitable ruido que se producía en su vientre y que hacía que se humedeciera su boca y se activaran todos sus sentidos sin dilación).

Sentado en su piedra de siempre - a la que llegaba después de un recorrido previo de reconocimiento -, visto desde lejos, César parecía pensar, y pensaba mucho, mirando permanentemente hacia un mismo lugar. Su mirada pensativa se fijaba hacia el oriente, como esperando algo, como sabiendo que algo o alguien iba a llegar. 

Y una tarde lo esperado ocurrió, faltando unos minutos para que el sol terminase de ocultarse y emprender el retorno a casa, se le apareció Javier. Despacio llegó, caminando desde oriente, tal y como César lo había estado esperando e igual a como lo venía día tras día imaginando.

Sin mediar asombro o duda César se puso de pie y fue al encuentro de Javier, deteniéndose ambos a sólo dos pasos, uno del otro.  

- Hola Javier.
- Hola César, tanto tiempo sin verte.

Ese día no terminó para el viejo maestro, la noche entera se quedó en la pampa conversando con Javier las cosas que no había podido conversar con él y las nuevas que los últimos treinta años habían traído.

Pero los días siguientes César no pudo volver, una fuerte gripe lo había tumbado en cama y la fiebre debilitó sus huesos al punto que apenas si podía mantenerse en pie. La noche que pasó en la pampa hizo gran mella en él, agravando su permanente bronquitis y dejándolo casi al punto de la muerte. Y ello hubiera ocurrido, de no ser por un discípulo de César llamado Carlos que también era poeta, un poeta incipiente que visitaba a su maestro con regularidad y que más de una vez lo acompañó hasta los límites mismos de la pampa. Carlos era su único amigo en esas épocas de abandono, casi un hijo para César y además fue su confidente en las noches de pisco y ron con cocacolas, en las que se fumaban una cajetilla entera de Winston, hablaban de poesía, de los poetas viejos y de los jóvenes, y en particular hablaban de Javier, y escuchaban las canciones de Silvio Rodríguez y Pablo Milanés, sazonadas con temas de la Sonora Matancera y algunos boleritos de Bienvenido Granda y los Panchos, que más de una vez bailaron juntos, cuando no caía por el cuarto alguna morena de las que Carlos contrataba por no más de veinte soles para alegrar a su maestro y de pasadita darle su rematada, cuando el viejo "charapa" se quedaba dormido de puro cansado.  

Precisamente, fue en una de esas noches que César le había dicho a Carlos que cuando le tocase su hora de partir le gustaría ser incinerado y que se arrojasen sus cenizas a la pampa, y para tal fin tenía guardado entre las hojas de un libro de poemas de Washington Delgado el dinero suficiente para los gastos de sepelio e incineración, y añadió que si faltaba plata, vendiese lo que quedaba en el cuarto que algo tenían que darle por un catre de fierro, cuatro sillas, una mesa, un escritorio, una vieja máquina de escribir Remington, un televisor Philco, un sillón y una radiola de marca Grunding. Además por supuesto de sus libros, que ocupaban la mayor parte del cuarto y que en ningún momento se pensó pudiesen ser vendidos, porque muy íntimamente César deseaba ser enterrado con ellos y Carlos esperó que fuesen su herencia, por los servicios prestados desinteresadamente a su maestro.  

Cuando volvió a la pampa una semana después, César no encontró a Javier. Infructuosamente lo llamó una y otra vez, recorrió de tope a tope las tierras áridas y levantó todas las piedras pensando encontrar su alma bajo una de ellas. Pero Javier no estaba, sólo ocupaba el espacio un silencio y una quietud inescrutables que, a pesar, de vez en cuando eran rotos por el susurro lejano de una ligera ventisca, que desparramaba por toda la pampa un sonido como venido del más allá.

Pero César siguió acudiendo, día tras día, a su encuentro con la esperanza. Hasta que una tarde, sin anuncio y sin fanfarria previa, volvió Javier. Envuelto en un aura de luz intensa y vestido con un terno gris de tela lustrosa y corte cincuentero, con su camisa blanca, su corbatita delgada y sus botines punteagudos, traía un libro bajo el brazo que nunca abrió y una sonrisa inmensa que le cubría el rostro, despertando en César una ternura tal que, poniéndose de pie súbitamente corrió a su encuentro con los brazos abiertos, mientras gritaba: ¡Hermano Javier! trabándose ambos en un encuentro larguísimo que terminó cuando Javier pronunció las primeras palabras: 

- Hola César
- Hola Javier. 

En su segundo encuentro las palabras se avinieron en boca de ambos cual torrente incontrolable que arrasó con toda cordura y razón. De todo hablaron, de los muchachos de la Universidad, de los cafés en el "Palermo", de los sandwich de lechón en el bar "Carbone", de los piscos del "Don Fabricio" y hasta de las chicas de la calle Guatica que Javier descubrió una noche de carnaval. César le contó que, desde su partida, no había escrito nada igual a lo que juntos solían hacer. Y recordó como, esos poemas escritos en servilletas, verso contra verso, en una competencia lúdica, al final terminaron siendo unas pequeñas joyas que luego ambos se sortearon y que cada uno publicó por su lado (aunque parece que a Javier le tocó la mejor parte porque con ella ganó un concurso literario que hasta hoy le sigue doliendo al pobre “charapa” recordar). De tal modo que cada poema publicado tenía la marca de ambos, lo que resultó enigmático para la crítica, que nunca pudo dar con la clave y terminó atribuyendo esa similitud "a influencias literarias comunes y un mundo de experiencias que guardaban una simetría y una conjunción de intereses y prospecciones ideológicas afines que...". ¡Cojudeces!   

Javier por su parte le dijo a César que en su encierro de treinta años había pensado en muchos versos y de tanto repetírselos al viento había convertido la pampa en un lugar muerto, porque la gente que por el lugar pasaba, al escuchar esos susurros creía que en ella había almas en pena y no en mucho se equivocaban, porque Javier penaba, aunque de vez en cuando se alegraba y gritaba de contento, sobre todo cuando le salía una buena metáfora o concluía un hermoso poema. César que no había podido escribir nada desde que venía a la pampa, cogió entonces su cuaderno, lo abrió, sacó su lapicero y ofreciéndoselos a Javier le dijo: "escríbelos que yo los publicaré con tu nombre". Y Javier que no olvidaba los buenos momentos le dijo: "Hermano, mejor hagamos un "tete a tete", como los de antes, un verso tú un verso yo". Y el viejo, muy entusiasmado cogió el cuaderno, puso en el encabezado César vs Javier, y delineo el primer verso...

Toda la noche y la madrugada entera estuvieron ambos llenando línea tras línea el cuaderno de doscientas páginas, mientras a su alrededor una atmósfera "retro" creaba el marco apropiado para la tertulia, el mozo del "Cordano" traía los chilcanos de pisco, mientras el bullicio de los amigos rodeaba a los competidores. De vez en cuando un sandwich de jamón del norte, una que otra risa de mujer hermosa y en el fondo los aires de un bolero dulzón que invitaban al amor y estimulaban el lívido. Los sonidos de la calle se colaban en el ambiente, que resultó similar a la última noche que los muchachos compartieron en Lima, antes de partir a Cuba... 

Cuando el sol de verano ya había calentado las piedras y las lagartijas salían a tenderse sobre la tierra hiriente, apareció Carlos en la pampa. había estado buscando a su maestro en la casa de éste, en el Pedagógico, en el Restaurant del chino Yong, en la biblioteca y en cuanto lugar podía encontrarlo, pero no lo halló y en el último lugar que pensó fue la pampa, donde lo encontró tendido, con los brazos cruzados, aferrado a su cuaderno, casi sin sentido y temblando descontroladamente. Carlos, sin pensarlo mucho, se lo echó a la espalda y andando ligeramente alcanzó la pista donde, no sin mucho trabajo, tomó un taxi directo al hospital de emergencias más cercano... horas más tarde, los médicos le daban la mala noticia, César había muerto producto de una pulmonía. El viejo finalmente se había ido, sólo y abandonado, como lo imaginó y Carlos no había podido estar allí para acompañarlo. ¡La maldita pampa lo había matado! 

Todo lo que había quedado de esa pampa y su encuentro con ella era un cuaderno que en el encabezado decía César vs Javier y una infinidad de versos que Carlos no paró de leer la noche que, con tres o cuatro amigos tuvo que velar el cuerpo de su maestro, antes de enviarlo al crematorio, tal cual había sido su voluntad. Sabido es que no tenía familiares y que la única mujer que lo amó y con la cual César había tenido un hijo se encontraba en Chazuta, un pueblo de la Selva, pero de ella ni de su nombre quiso hablar más el viejo desde esa vez que se le escapó la historia aquella producto de una de sus tantas borracheras. Por eso es que Carlos no intentó ubicarla y sólo se limitó a poner una escueta nota en el obituario del Comercio, la cual atrajo uno que otro poeta joven que, sea por curiosidad o por morbo vinieron a mirar el cadáver de César y a darle el pésame a los amigos de Carlos, como si fueran sus hijos o algo así. 

Dos días después de la cremación del viejo, que le costó a Carlos algo más de lo dejado en el libro de Washington Delgado, la prensa recién se vino a ocupar del asunto, y ello ocurrió porque se enteraron que las cenizas del poeta iban a ser arrojadas sobre la pampa que tanto amó y que la noche antes de morir escribió unos versos en honor de Javier. Una historia que sin duda podía despertar la atención del lector y la ambición de los dueños de los diarios.

Y aunque la intención de Carlos no fue necesariamente la de dar a conocer los hechos ocurridos, porque en un primer momento pensó en apropiarse de los versos de su maestro y publicarlos como suyos, finalmente pesó más en él la fidelidad y admiración que sobre César tenía y, por otro lado, pensó que, para su propia proyección como poeta, sería más útil si se convertía no sólo en el editor de los poemas póstumos del viejo, sino además le hacía un extenso prólogo a la obra, insertando en el mismo algunos poemas de su producción. 

Lo que no se dio cuenta Carlos –porque nunca le contó César acerca de estos juegos con Javier- es que el encabezado delataba a los autores de los versos, y lo que no se percató además es que el texto mostraba dos caligrafías distintas, que simplemente atribuyó a una suerte de experimentación poética.

Por eso es que, cuando finalmente se publicaron los poemas, fueron dedicados a Javier, "a quien -según Carlos- César dedicaba su obra póstuma, como un homenaje al amigo que nunca olvidó, y que en los años postreros de su vida supo darle alivio a través de la lectura de sus poemas y del recuerdo de la juventud compartida..."         

Lo cierto es que desde el día que murió César, Carlos ya no fue el mismo. El breve estío que trajo a su poética el lanzamiento del libro y el tributo que le dedicara, le dio una efímera fama que, pasados unos años, no volvió a disfrutar. Poco tiempo después la inspiración se había ido y la soledad empezaban a moldear su futura estampa. 

Alquiló el mismo cuarto de su maestro y empezó a voltear las mismas páginas amarillentas entre tragos, cigarros y música, pero sin más compañía que una que otra prostituta a la que gustaba sodomizar para desfogar su oculta rabia y su frustración.

Pero una noche de esas que no hacía absolutamente nada volvió a coger el cuaderno y sin decidírselo, casi al azar, como en un juego, empezó a leer los versos sin continuidad, dejando una línea, descubriendo, en medio de su inmenso asombro que quien había escrito todo aquel cuaderno no era una sola persona, sino dos personas totalmente distintas, dos poetas, pero ¿Quién más?... ¿Javier?.  Su asombro fue aún mayor cuando en esa lectura discontinua descubrió un hermoso poema que hablaba de la pampa de los poetas muertos y de la soledad que compartían los espíritus de la noche. 

Por ese poema y por todos los demás en los que hablaban dos personas, Carlos decidió ir a la pampa y averiguar qué cosa había ocurrido realmente. Pero ni en la primera noche ni en las diez siguientes pasó nada extraordinario en la pampa, solo logró que, al llegar a los límites del campo desolado, fuese asaltado y golpeado. Porque era un hecho inexplicable que ni los ladrones se querían internar en la pampa por ese miedo a las almas en pena de que todos hablaban, por eso no pasó mucho tiempo para que a Carlos también lo tildasen de loco y los ladrones y cuanta lacra vivía en los límites del lugar lo dejaran en paz. 

Con el tiempo -cosa inevitable- Carlos también empezó a envejecer y a tornarse tanto o más excéntrico que César. Sólo que, a diferencia de su difunto maestro, Carlos, un solterón inaguantable, tenía una familia que lo ayudaba económicamente, aunque no sin protestar. Por ello es que sus visitas a la pampa fueron más frecuentes, al punto que ya en los asentamientos humanos que rodeaban la pampa lo conocían como "el poeta loco", por su afición a recitar en voz alta interminables versos en los omnibus y microbuses que lo traían y llevaban de la pampa, versos que leía de un viejo cuaderno de numerosas páginas.

El tiempo es como un velo que cubre de oscuridad y vacía toda memoria. 

Ya habían pasado cinco años desde que Carlos inició su peregrinaje a la pampa y una tarde que dormitaba sobre la piedra de su maestro, con el viejo cuaderno de doscientas páginas entre sus manos; sin mediar circunstancia alguna, aparecieron César y Javier y tocaron el hombro de Carlos, despertándolo. No hubo asombro en él porque más de una vez había tenido alucinaciones con ambos y esta vez no estaba seguro si era un sueño o era real, pero cuando pudo tocarlos y entablar diálogo con ellos empezó a entusiasmarse y renació en sus ojos una luz ya casi muerta.

Esa noche y las siguientes los tres no pararon de conversar y al igual que Javier hizo con César, ambos decidieron jugar a entrecruzar versos con Carlos. El juego duró más de una noche, toda una vida para los tres, y al cabo de una semana de amanecidas en la intemperie, Carlos, al igual que su maestro, murió también de pulmonía; pero no tuvo la preacución de dejar instrucciones para la publicación de sus versos, la incineración de sus restos y su posterior dispersión sobre la pampa. Y la persona que encontró su cuaderno de poemas, jamás los publicó... con el nombre de Carlos.

Por eso, el alma de Carlos hoy vaga por los limites de la pampa, sin poder ingresar y sirve de guardián para que ningún intruso que no sea un poeta pueda a ella ingresar, yo lo sé porque algunos días de la semana acudo a la pampa a conversar con los poetas muertos, llevando también un cuaderno de doscientas páginas, como el que meses atrás encontré y publiqué con mi nombre, dedicándole el poemario a Carlos, a César y a Javier... (En mis investigaciones literarias, además de conocer todo este intríngulis, he descubierto una cosa muy interesante, y es que, a los poetas muertos no les importa la inmortalidad, sólo saben hacer poesía, quieren seguir haciendo poesía, ¡Ah! pero no saben leer... es más, no les gusta leer poesía). 





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