LA LEVA
El
aire frío que a esa hora recorría la ciudad, contrastaba con el cielo azul y el
sol brillante que dejaba en la gente una sensación de desasosiego, por lo
extraño que resultaba que, en una tarde tan soleada, el ambiente se enfriara
tanto. Era como si la noche hubiera llegado sin darse cuenta que el sol estaba
todavía alumbrando, o era presagio de algo malo…
A esa
hora los jóvenes salían a enamorar o a ver como otros enamoran, y cubiertos por
las últimas luces se preparaban, entre charlas y paseos, para la noche. La
plaza de armas y sus alrededores lo eran todo: era el cine, eran las tiendas,
era la banca donde se podía esperar a la novia y era la iglesia a donde ir
cuando la vida no marchaba muy bien. Y Huamanga de 1970 era un pueblo de
jóvenes, también de cosas viejas y mucho anacronismo, pero lleno de jóvenes y
de palabras fuertes.
Fue
domingo, lleno de perfume y colorido, fue domingo de cine Cáceres o Municipal.
No el Cavero, ése es para los “pituquitos”. Fue un domingo antes de la fiesta
de carnaval. Iría a llover o… no sé por qué este frío…
De
pronto la plaza fue rodeada por sus cuatro costados por grandes camiones rusos LA,
del cuartel “Cabitos 51”. El Alférez Mortrich gritaba como loco, mientras, como
una gran red, la tropa empezaba esa gran cacería que le llamaban “Leva”. El
correteo era general y no faltaba el llanto de la enamorada o la amiga que
creía no volver a ver más al desdichado. Al final de la operación, que no debía
durar más de quince minutos, uno o dos camiones partían llenos con su carga
humana, indocumentada y recién capturada.
Segundino
Centeno fue uno de los que a empellones tuvo que subir al verde camión. Cuando
llegó al cuartel no le preguntaron mucho porque no sabía hablar castellano, y
su “quichua”, según el cabo Telésforo, era muy raro. –“Más bien parece quichua
de la selva”- fue lo que dijo Iván Condori, y “Segondino”, que así decía
llamarse, cuando no estuvo castigado, porque durante los primeros días intentó
desertar y gritó mucho, se dedicó luego, con especial esmero, a realizar labores de limpieza, a conocer el
manejo del FAL, a marchar bonito y aprender a ser “civilizado”, porque se le
obligó contestar en castellano, y a no “oler como serrano” (“el Segundino fue
amansao, oe”).
Un
día que pudo al fin comunicar sus sentimientos, no dijo nada, no quiso decir
nada. Constantemente insultaba en “quichua”, pero como nadie le entendía se
reían mucho y por eso le decían “indio loco”. Después de tres años, Segundino
ya era cabo y no hablaba mucho, trabajaba con el cocinero, y ocasionalmente barría
la cocina y la panadería, argumentando que así tenía más para comer.
Unos
días antes de obtener licencia definitiva, porque ya no quería seguir
“reenganchándose”, Segundino quiso llevar a cabo su venganza por mucho tiempo
planeada, había masticado ese odio los tres largos años de encierro que le
llevó aprender a ser “civilizado”… ni Cristo ni el Perú eran ahora suficiente
razón. Sin que notara el cocinero ni el jefe de rancho, echó un poderoso raticida
a la paila de tropa y a la olla de oficiales…
Fue
una tarde, como aquella otra, tres años atrás; Segundino Centeno, sin Libreta
Electoral, sin partida de nacimiento, pero con un papelito de su tío
Taricuarima, había venido de muy lejos a la capital con su hijo pequeñito, a
buscar cura para su mal… (Taita, se me moría la guagua).
Lo
había dejado en una caja abierta, con su ponchito enroscado, junto a una banca
de la Plaza de Armas, mientras le iba a preguntar al soldado que venía hacia
él, dónde quedaba esa dirección del tío Celestino que decía en el papelito
(Taita, yo sabía quese siñors soldado era una autoridad). El soldado sin mediar
palabra lo capturó y Segundino insultó, pateó, hizo gestos, dijo muchas
lisuras… lloró… lloró… Pero luego se puso a pensar que alguna gente buena lo iría
a recoger y curar y entonces él saldría a buscar a su guagua y …
El
niño murió esa noche, de hipotermia, y Segundino se enteró de casualidad un día
que, buscando papel para pintar las cuadras, vio la foto de su guagua en un
titular de un diario local; había palabras que no entendía… pero sí entendió la
muerte y el dolor que guardó para más adelante… (Yo no era así tatitita).
El
sol sobre los cerros apresuraba su marcha, mientras la tarde del 15 de enero de
1973 se deslizaba tan fría como aquella otra de hace tres años, presagiando
males y matando a los niños de pulmonía.
(Papay,
ahora mi guagua descansa… y qui mi importa lo que conmigo pase…)